UNIDAD DE AL ¿SUEÑO, POSIBILIDAD O QUIMERA?

01 /Marzo/ 2010

La elegantemente llamada Cumbre de la Unidad de América Latina y el Caribe arrancó este domingo con ambiciosos propósitos y severos retos.

No es de ninguna manera nueva la idea de que en la integración latinoamericana está la respuesta a los múltiples problemas de atraso, marginación y desigualdad que padece históricamente la región. Bolívar fue quien primero se atrevió a esbozar el concepto, que no llegó demasiado lejos por razones similares a las que lo han obstaculizado desde entonces y hasta ahora. Los provincialismos y regionalismos no son exclusivos del subcontinente americano, pero se nos dan particularmente bien en esta parte del mundo y han sido, de la mano de la miopía y la obcecación de muchos de nuestros políticos, los causantes de que la integración regional siga siendo una muy lejana meta.

América nace impedida no sólo por la cruenta e ineficiente gestión colonial sino también por accidentes geográficos. Grandes planicies y desiertos alejaron a las tribus predominantemente nómadas del norte de los asentamientos y civilizaciones más establecidos de Mesoamérica, mientras que los estrechos y las junglas de lo que hoy conocemos como Centroamérica sirvieron como una infranqueable barrera entre las culturas más avanzadas del norte y las del sur. Los aztecas tuvieron conocimiento y uso ornamental de la rueda, sin aplicaciones prácticas por la falta de animales de carga. Mientras tanto, los incas contaban con la fuerza motriz de las bestias pero no con la herramienta que permitiera aprovecharlas al máximo. En ese aparentemente anecdótico detalle se esconde parte del misterio del relativo atraso tecnológico de los pueblos indígenas a la llegada de los europeos.

La Colonia se encargó de subsecuentes impedimentos a la libre comunicación e intercambio entre las distintas regiones, siguiendo el modelo más bien centralista de la península ibérica. Tras las independencias sucesivas en el continente predominó en América Latina la desunión y la rivalidad, lo mismo hacia adentro de las jóvenes naciones que para con sus vecinos. Para muchos la idea de la integración consistía en anexarse los territorios más apetecibles del vecino, y todavía hoy, en pleno siglo XXI, observamos disputas territoriales que se antojan imposibles de resolver, como la de la salida al mar de Bolivia.

La cumbre que hoy inicia en la Riviera Maya se da en el marco formal de una reunión del así llamado Grupo de Río, que agrupa hoy a una veintena de países de la región. A México le ha correspondido durante los dos últimos años la Secretaría Pro Tempore, y entregará ahora la estafeta a Chile, en una adecuada despedida de su presidenta, Michelle Bachelet.

A lo largo de poco más de tres años el gobierno mexicano ha procurado recuperar aunque sea una parte del mucho espacio e influencia que perdió en la que debería por naturaleza ser su zona de influencia. Los liderazgos emergentes de Brasil y Venezuela y el protagonismo de algunas otras naciones han complicado la gestión mexicana, ya de por sí impedida por el alejamiento que impulsó por acción y omisión el gobierno de Vicente Fox.

Si bien estas reuniones suelen tener un valor más simbólico que práctico, no deja de ser relevante el que México haya logrado convocar exitosamente a un encuentro que busca salidas concretas a las buenas intenciones que tradicionalmente han plagado cualquier acercamiento regional. En la medida en que esta cumbre sirva para desechar los pesos muertos de organismos regionales como la OEA y reflejar el peso específico que deberían tener las naciones de América Latina y el Caribe, será un paso en la dirección correcta.

Es demasiado pronto para vaticinar si la unidad de la región es un sueño alcanzable o una pesadilla de retórica recurrente. Se acostumbra decir que nuestro país tiene la cabeza en Norteamérica y el corazón en América Latina, pero la cumbre muestra que algunos en México saben que la personalidad múltiple puede ser provechosa: nuestra ancla debe ser el interés nacional, y éste reclama la diversificación y la diplomacia activa. No es una disyuntiva: México puede y debe mirar hacia el norte y hacia el sur simultáneamente, debe aportar y tomar de ambos lo que más le convenga.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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