SEMANA ¿SANTA?

4 /Mayo/ 2010

Me imagino que más de uno de mis amables lectores habrá pasado su pequeño y muy personal calvario en las carreteras y casetas o en los atiborrados centros vacacionales, con lo que habrán compensado en exceso cualquier reposo obtenido en los días de asueto. Pero algunos, con inteligencia, se habrán desconectado de noticias y comentaristas, descansando cuando menos de los agobios que éstos provocan o, mejor dicho tal vez, que provocamos.

No todos han descansado en estas fechas. Las causas del desasosiego las encontramos con frecuencia en la religión misma, ya sea en sus instituciones o en sus dogmas o en quienes la interpretan de tal manera que no pueden más que llevarse a sí mismos y a otros a la confrontación de la intolerancia, que no es otra cosa que el choque de las ignorancias respectivas.

Vienen estas poco piadosas reflexiones a mi mente no sólo por los escándalos que afectan a la Iglesia católica, de los que me ocuparé en un momento, sino también por los que recientemente han marcado a otras religiones. Para donde vuelve uno la mirada hay conflictos ya generados, ya atizados por la religión o el fanatismo, y en la manera en que cada quien los aborda y busca resolverlos está la llave que da a su alma, trátese lo mismo de individuos que de instituciones o de creencias que por arraigadas se convierten —sin serlo— en letra sagrada para sus fieles.

Los ataques terroristas/suicidas en el Metro de Moscú la semana pasada y los que le han seguido en otras regiones de Rusia responden ciertamente al añejo conflicto que con el Kremlin sostienen separatistas chechenos y de otras etnias del Cáucaso, que ha cobrado incontables vidas en todos los bandos y que ha mostrado el feo rostro del terror fanático así como el que ejerce un Estado autoritario. Pero en esta ocasión hay algo más que nos debe inquietar: muchos de estos grupos se han afiliado asaz informalmente a Al-Qaeda, y le dan con ello a sus actos asesinos un remedo de justificación religiosa de la que por supuesto carecen, pero la cual se atribuyen. Así, Moscú enfrenta ahora no sólo a radicales independentistas, sino también a fanáticos religiosos.

En la que conocemos como la Tierra Santa, que lo es igualmente para judíos, musulmanes y cristianos (en estricto orden de aparición) no cesan los enfrentamientos entre israelíes y palestinos, lo mismo por el tema de los asentamientos judíos en territorios ocupados que por los ataques con cohetes rudimentarios pero letales desde Gaza contra la población civil como, en los últimos días, por las limitantes de acceso a Jerusalén para palestinos cristianos así como por choques violentos en Hebrón en torno a la llamada Cueva del Patriarca, donde yacen los restos de Abraham, venerado igualmente por judíos y musulmanes. No profundizaré hoy en este conflicto que tiene además implicaciones geopolíticas, más que para señalar el ingrediente religioso que lo permea todo y hace tan difícil encontrarle solución.

Por su parte, la Iglesia católica enfrenta una de sus más graves crisis en tiempos recientes a raíz de las numerosas acusaciones contra curas por actos de abuso sexual y contra jerarcas por su silencio cómplice y encubrimiento. El Papa Benedicto XVI, a quien debe reconocérsele su decisión de investigar muchos de estos casos en el pasado, se le presentó una gran oportunidad para abordar el tema que tanto está costando a sus fieles en conflictos de conciencia y a la institución en términos de credibilidad. Escogió no hacerlo y ni siquiera mencionó el tema en su homilía del Domingo de Resurrección, pero los suyos cerraron filas y denostaron a críticos y críticas a quienes acusan de una campaña de desprestigio para “manchar” al Papa y de esparcir “murmuraciones del momento para golpear a la comunidad de creyentes”, llegando incluso a hablar de “cristianofobia”. El propio predicador del Papa, Raniero Cantalamessa, se atrevió a comparar las críticas a la Iglesia con el antisemitismo y tuvo que retractarse ante el revuelo de su desproporcionada afirmación. Lo cierto es que ante las evidencias, muchos jerarcas eclesiásticos han optado por abrir la boca y cerrar los ojos y los oídos.

Si el empeño que algunos ponen ahora en minimizar el escándalo lo hubiesen puesto en escuchar y atender a las víctimas en su momento, otro gallo les cantaría.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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