COLOMBIA ENTRE EL PASADO Y EL FUTURO

31 /Junio/ 2010

Pocas veces en la vida de las naciones se presenta la oportunidad de escoger entre opciones tan diferentes, divergentes, como la que los colombianos enfrentaron ayer domingo.

Escribo estas líneas cuando es aún incierto el resultado de la jornada, pero todo apunta a que de entre los muchos candidatos que contendieron son dos los que pelearán el primer lugar y pasarán a la segunda vuelta: el oficialista Juan Manuel Santos y el del partido Verde, Antanas Mockus.

Los colombianos votaron para elegir al sucesor de un popular pero controvertido presidente, Álvaro Uribe, quien hizo de la política de la mano dura frente al narcotráfico y a la insurgencia guerrillera el sello distintivo de su administración. Casi ocho años después de haber asumido la presidencia, Uribe goza de altos índices de aprobación, pero pese a innegables avances no ha podido poner punto final a esos dos conflictos que sangran y desgarran a Colombia día con día.

Ni siquiera sus más fervientes simpatizantes se atreverían a cantar victoria ni en la guerra contra el narco ni mucho menos en la que la nación libra hace más de 4 décadas contra las FARC y sus aliados del FLN. No son esas guerras fáciles de ganar, como estamos aprendiendo ahora en México, pero la gestión de Uribe ha demostrado las limitaciones de anteponer a toda costa lo militar y la así llamada “fuerza del Estado” para tratar de salir avante.

Hay muchas maneras de tratar de calificar a Álvaro Uribe, y si por la de la firmeza nos vamos no hay cómo olvidar sus enfrentamientos con Hugo Chávez, la incursión armada en territorio ecuatoriano contra un campamento de las FARC en ese país, o el conflicto que Uribe y Chávez protagonizaron durante la llamada Cumbre de la Unidad Latinoamericana en México apenas hace unos meses, donde estuvieron a un tris de llegar a los golpes y a desatar un conflicto regional mayúsculo.

Otra medida del todavía presidente (y si le dedico tanto espacio es porque esta elección es en mucho acerca de su gestión) es la que tiene que ver con el respeto a la legalidad, tanto en la letra como en el espíritu e intención de las leyes, y ahí me parece que Uribe queda a deber: uno de los saldos trágicos de la guerra intestina que libra Colombia es el de las violaciones a los derechos humanos. Dirán muchos que ni los narcos ni la guerrilla los respetan, y tienen toda la razón, sólo que un gobierno —un Estado— no puede rebajarse al nivel de los criminales o terroristas que combate, so pena de perder su legitimidad y su razón de ser.

Los excesos del gobierno colombiano en esta materia quedan de manifiesto en el escándalo de los “falsos positivos”, civiles asesinados por la tropa con tal de inflar artificial y criminalmente las cifras de bajas de la guerrilla. Las cifras son estimadas, hablan de centenares o miles de muertos, muchos de los cuales fueron incluso disfrazados de guerrilleros después de su ejecución, en un horripilante ardid mediático.

El otro aspecto que pinta de cuerpo entero a Uribe es el de sus intentos por eternizarse en el poder, muy al estilo —paradójicamente— de Chávez. Uribe modificó la Constitución para poderse reelegir en el 2006, y lo trató de hacer nuevamente para contender este año, intento que fue frustrado por la Suprema Corte de Justicia colombiana. De no ser por eso, los cuatro años originales se habrían fácilmente transformado en 12 o en muchos más. Al no lograrlo optó por la fácil fórmula de nominar a su ministro de defensa con un partido político a modo.

Por eso la elección, en el más amplio sentido de la palabra, es entre el pasado, o la continuidad uribista encarnada por Santos, y el futuro, personificado por el ciertamente excéntrico Mockus, ex rector universitario y dos veces alcalde de Bogotá.

Ya habrá tiempo, de aquí a la segunda vuelta, de ocuparnos de ambos candidatos. Por el momento, Uribe puede vanagloriarse de haber colocado a uno de los suyos en la antesala de la presidencia, continuación quizás —si llega a ganar— de su proyecto. De lo que tal vez no se dé cuenta es que también ha polarizado a Colombia al grado de ponerla a elegir entre seguir con Uribe o darle la espalda y apostarle a algo radicalmente diferente.

El legado de los estadistas se mide, siempre, por como unieron a sus naciones en torno a proyectos justos y nobles. La división es una triste herencia…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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